czwartek, 22 marca 2012

“Aquellos maravillosos años”

De pequeña vivía con mis padres y mi abuelo en el centro de nuestra ciudad, en un piso demasiado estrecho para todos nosotros, pero que, por otra parte, tenía su lado estimulante, porque viviendo todos juntos día y noche aprendimos verdaderamente
a coexistir en nuestra pequeña sociedad y éramos todos unánimes, felices y ricos, por lo menos en nuestra opinión. Para mí, una niña de menos de seis, siete años, es decir hasta la época en que todo cambió, eso era suficiente, no podía soñar con una vida más armoniosa. Aunque mintiera si seguía diciendo que mi familia de los primeros años de la vida contaba con solo cuatro personas. Había alguien más, sin quien mi infancia no hubiera sido lo que era: Floripes Sardina.
Sobre Floripes Sardina sabía solo que tenía ese nombre absurdo y que era un gran amigo de mi abuelo, en la época en que ambos hacían el servicio militar. No conocía su aspectó físico, ni donde vivía ni a que se dedicaba. Eso era porque abuelo nunca había hablado directamente de él, solamente mencionaba los tiempos de su juventud, que eran también los tiempos de la juventud de Floripes Sardina. Decía por ejemplo:
–    Cuando Floripes y yo servíamos en el ejército..., o:
–    En verano de 1966, cuando Floripes y yo escapamos una noche del cuartel
y fuimos a una fiesta en un pueblito cercano para ligar con las chicas..., o:
–    Cuando por primera vez visité a Floripes después del servicio...
Frecuentemente mi abuelo me mostraba a mí libros que leyeron con Floripes durante unas noches largas y frías en el cuartel, que eran por supesto prohibidos y justamente por eso eran tan dulces e importantes para los dos muchachos. Así, en una edad muy temprana, absorbí una enorme cantidad de lecturas, mayoritariamente demasiado maduras y serias para una niña como yo, que apenas sabía leer. Habitualmente, cuando volvía del jardín de infancia y mis padres todavía trabajaban, mi abuelo y yo solíamos sentarnos juntos en el sofá, el mueble más grande en nuestro apartamento, siempre distanciados, y el abuelo horas
y horasa me leía a mí “La montaña mágica” de Thomas Mann, “El proceso” de Franz Kafka
o cuentos de Julio Cortázar, Isaac Bashevis Singer e Antón Chejóv. Yo escuchaba alucinada el profundo y calmado voz de mi abuelo y me imaginaba como se sentía Floripes Sardina cuando años antes leía las mismas frases o con cuál de los personajes se identificaba...
A mi abuelo y sus experiencias memorables del ejército agradezco además de mi sofisticado gusto literario el conocimiento de innumerables juegos de caballeros, que a mis padres les provocaba una gran preocupación, porque en vez de jugar con muñecas con otras chicas de nuestro patio yo prefería pasarme horas jugando al ajedrez y a los dados. Mi abuelo me enseñó también a engañar en las cartas, actividad en que pronto llegó a una habilidad satisfactoria. Una vez abuelo me dijo:
– Sabes niña, ¡lo haces casi tan diestremente como Floripes Sardina! Dios mío, cómo él sabía engañar en las cartas...
Eso era el cumplimiento más precioso con que fui dotada en mi vida. Después de años de escuchar a mi abuelo pronunciando el nombre de Floripes Sardina con nostalgia
y cariño él se convirtió para mi en un héroe, en mi ángel de guardia. Desde entonces soñaba – y aún hoy sigo soñando – con jugar a las cartas con Floripes. Esto hubiera sido una partida emocionante...
    En esa época los días soleados en ambos verano e invierno mi abuelo y yo solíamos pasear por el parque cercano y luego comprábamos verduras y otros artículos alimenticios en el supermercado. Cuando volvíamos a casa nos poníamos de inmediato los delantales
y cocinábamos varios platos de un grande y viejo libro de cocina que estaba en la familia desde hace unos cincuenta años. Allí se encontraban recetas no solo de la cocina polaca, sino también de la cocina europea y aun sudamericana. En nuestro barrio era bastante difícil comprar algunos indgredientes exóticos, como espárragos o gambas, pero con lso productos más accecibles creábamos los platos más deliciosos y arómaticos con que siempre hemos conseguido sorprender y alegrar a mis padres.
Aún hoy en día sigo acordando casi todos los innumerables cuentos que mi abuelo me contaba mientras cortaba la cebolla o decantaba los ñoquis. Eran mayoritariamente relacionados con sus viajes por Europa que hizo después de la universidad, pero concernían también su trabajo como profesor de historia de la enseñanza secundaria y, de vez en cuando, me contaba también alguna historia breve y divertida que les ocurrió a él y Floripes en el ejército. Entonces él me daba, por la vía de sus cuentos y libros que me leía, todo este contexto de maravillosa riqueza planetaria. Con él hice viajes lejanos y conocí a miles de personajes pintorescos (que nunca tenía certeza si eran reales o solo inventados) sin salir de casa.
Con la ocasión de mi séptimo cumpleaños, que era tres meses antes de mi ingreso
a la escuela primaria, mis padres y mi abuelo me regalaron un perrito cariñoso con que soñaba desde hace años. Sería difícil imaginar una felicidad mayor que la mía en aquel momento. El perrito era un chucho, pero muy parecido a un perdiguero, tenía el pelaje blanco y marrón y era el perro más bonito en el mundo entero. Recibió un nombre de honor, porque fue llamado Patton, como un general americano de los tiempos de la segunda guerra mundial, un hombre honrado y valiente, a quien Floripes y mi abuelo admiraban mucho cuando eran jóvenes.
De pronto el dúo, que creaba con mi abuelo, se convirtió en un terceto. Todas las actividades que antes hacíamos los dos desde entonces hacíamos junto con Patton. Era un perro listo y agradable, al que le encantaba estar en marcha, correr, cobrar la caza. Aprendía cosas muy rápidamente y – aunque nunca le conseguimos enseñar ningunos trucajes ni tampoco sabía órdenes básicos como: “¡siéntate!”, “¡acuesta!” o “¡da la pata!” – entendía perfectamente cuando se le decía por ejemplo:
–    Patton, ve a la cocina, allí tienes tu comida preparada..., o:
–    Puedes dormir en mi cama, pero las almohadas son mías...,
y él hacía exactamente lo que se le pedía. Las tardes a menudo nos sentábamos todos juntos, es decir mis padres, yo y Patton, en el sofá en el salón y escuchábamos a mi abuelo leyendo algún libro en voz alta o relatando alguna de sus historias increíbles, en que el nombre de Floripes aparecía con la frecuencia obligatoria. Recuerdo que este verano era muy caluroso, muy verde y – para mí – era también la época más feliz en toda mi vida. O mejor: habría sido la época más feliz, si algo no se hubiera empezado a alterar.
En la penúltima semana de las vacaciones mi abuelo encontró por casualidad su viejo amor. Era una mujer de unos sesenta años, bastante baja, vestida con una sofisticada elegancia y completamente maquillada. Pensé que en el pasado era muy guapa y no me sorprendió que aun ahora mi abuelo sentía un gran afecto para ella, porque era una persona sumamente cariñosa, simpática y alegre. Constantemente vivía en Nueva York y en nuestra ciudad estaba de paso, visitando a los suyos. Esa anciana sonriente me tocó a mí y a mis padres con su magnética personalidad, pero nunca ni ellos ni yo sospechábamos que mi abuelo se iba a chalar por ella. O sea, sucedió más o menos lo siguiente: después de una semana de su nuevo trato mi abuelo propuso matrimonio a su amor, ella le aceptó y, después de una pequeña fiesta para los parientes más cercanos de ambos, los dos se fueron
a América.
Todo pasó tan rápido que no sabía que pensar. Por una parte estaba muy contenta que mi abuelo y mejor amigo encontró su felicidad, pero por otra parte no lo podía creer que él me dejó a mí y a Patton, a nuestros experimentos culinarios, juegos en el parque
y tranquilas tardes domésticas con un libro. Además era el inicio de una época nueva
y peligrosa para mí: ¿qué podía saber yo sobre la vida de una estudiante de la escuela primaria? Necesitaba a alguien que me divirtiese después de un día penoso, que me ayudase en los deberes y – sobre todo – quien quedase la misma persona a quien conocía de mejores tiempos, mi amigo y mi alma hermana.
La despedida con mi recién casado abuelo fue larga y llena de lágrimas. Él me prometió que iba a escribirme cada semana, así que quedásemos en contacto. En ese momento una idea absurda cruzó mi cabeza: él, mi abuelo, y Floripes Sardina, son una y la misma persona. Ese misterioso personaje que trataba de comprender por años, mi héroe
e ídolo ha estado siempre a mi lado. Simultáneamente con la felicidad que acompaña siempre a la resolución de una adivinanza sentí una gran desilusión cuando me di cuenta de que ahora ambos, mi abuelo junto con Floripes Sardina, iban a dejarme para vivir en otro continente, que para mí era lo mismo que vivir en otra planeta.
A pesar de todas mis dudas mi abuelo se fue a vivir en Nueva York. Los primeros meses de escuela y de su ausencia en la casa fueron sumamente penosos y tristes para mí, pero – con el paso del tiempo – me acostumbré a esa nueva situación, conocí a muchos amigos y finalmente encontré mi lugar en la tierra, o por lo menos me sentía así. Admito que fue un proceso que se iba haciendo muy lentamente, pero resultó de ser estable. En esa étapa recibí una gran ayuda de parte de mis padres, el cariñoso Patton y las cartas de lejano Nueva York, que llegaban con la regularidad prometida.
Hace dos años visité a mi abuelo y a su esposa en América. La pareja vivía en un piso elegante en el Brooklyn y parecían los más felices. Pasé con ellos un mes y en aquel tiempo todo me parecía como si nada hubiera cambiado desde hace mis años de infancia. El abuelo
y yo volvimos a cocinar, paseábamos por el Central Park y leíamos libros por la noche.
He notado que durante toda mi estancia en Nueva York mi abuelo nunca ha dicho el nombre de Floripes Sardina. ¿Era él mismo? Ahora lo dudo. Quizá algún día me atreveré
a preguntarle.

Agata Bylina 1f

czwartek, 15 marca 2012

El fín de mi viaje se acerca con grandes pasos.


 Alicante, 15 de julio de 2011
¡Querida Verónica!
El fín de mi viaje se acerca con grandes pasos. Aúnque la echo de menos a mi familia me quedaría aquí si pudiera. Pero no pienso así desde principio. Primero no he podido soportar familia española en cuya casa estoy viviendo.
Mi amigo español se llama Miguel. Es amable y muy abierto pero hay que decir que cuando he llegado al aeropuerto me he desilusionado porque pensaba que sera mas bonito. Pero ahora me lo da igual y nos gustamos mucho.  Además aquí no faltan chicos guapos. Sin duda ahora piensas: ¿Entonces porque no ha podido soportar su familia? Te lo voy a explicar. Es familia numerosa. La hermana de Miguel que es una chica rebelde. Creo que no le gusto... Tiene su mundo propio.  También hay gémelos que siempre hacen gran ruido y en general son muy inquietos. Tienen cuatro años y esto es primera razón por que los odio. Sabes como me irritan los niños... Los padres son cariñosos pero siempre se enfadan y aúnque entonces me siento un poquito desplazada, creo que sus comportamiento es gracioso.  En casa vive la abuela. No se cuantas veces mas todavía me repetiré que soy demasiado flaca y debo comer más. En esto parece la mía.
Nosotros – polacos y nuetros amigos españoles hemos tenido muchas aventuras juntos. Durante los días vamos a la ciudad o a la playa. Hemos visitado unos monumentos maravillosos pero esto no es lo mas interesante. Siempre nos reimos muchísimo. A menudo hacemos cosas tontas pero sin duda en el futuro seran buenos memorios. Sí, nos llevamos tan bien que no nos da vergüenza hacer tonterías. Es genial tener relaciones asías con la gente. Por las noches salimos a las fiestas y suelemos bailar hasta madrugada. No sé cuantas horas dormimos durante todo el día... Seran tres o cuatro... Pero no es importante. Nos esperan tantas aventuras que no vale malgastar el tiempo para dormir.

Alicante es una ciudad hermosa. Hace calor y la gente es muy sociable. Cuando volveré, te voy a contar más. Ahora tengo que acabar mi carta. Sabes, hay que disfrutar el tiempo que me quedó estando aquí.

                                                                                                                                                                                                      Mil besos – tu Olga.


Olga Skowrońska I F